Durante la gestión kirchnerista, la pobreza siguió en niveles en promedio superiores a los de la década menemista. Maximiliano Montenegro.
Por M. Montenegro 22.10.2009
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Por fin, el kirchnerismo aceptó evaluar en el Congreso un amplio plan de subsidios a los menores en situación de pobreza. Es un paso trascendente. Más allá de la retórica, hasta ahora, el matrimonio presidencial había confiado en una nueva versión de la “teoría del derrame”. La idea de que el crecimiento, a tasas chinas durante más de seis años, resolvería por sí solo el drama de la pobreza y la regresiva distribución del ingreso fracasó, una vez más.
La administración K apostó a esa fórmula, aunque la disfrazó con un discurso de época. Se suponía que “el modelo productivo de matriz diversificada” –léase tipo de cambio alto con superávit gemelos– quebraría el sistema de excusión social que se instauró desde mediados de los setenta y se profundizó en los noventa. ¿Cómo? Con la creación de millones de puestos de trabajo, es decir, gracias a las fuerzas del mercado… laboral.
(Antes de seguir, una aclaración: si se toman por válidos los últimos números del INDEC de Moreno –15% de pobreza y 4% de indigencia–, el “modelo” fue un éxito rotundo, el hambre en Argentina está en vías de extinción y la discusión sobre el subsidio a los chicos pobres debe interpretarse como una concesión de Cristina al “relato” mediático en un país con mejores indicadores sociales que muchos países desarrollados. Si, en cambio, se admite que la pobreza ronda el 30% y la indigencia supera el 10% se entiende por qué es perentorio que el tema sea prioridad de Estado).
Volvamos. Se crearon, sí, millones de empleos, la desocupación cayó a un dígito, pero la pobreza se mantuvo en niveles en promedio superiores a los de la década menemista. Trabajos precarios, informales (casi cuatro de cada 10 trabajadores), con bajas remuneraciones, en un contexto inflacionario, explican por qué, desde 2007, la pobreza volvió a expandirse.
La nueva versión del teoría del derrame no sólo fue la jugada a que el “modelo” terminara con la marginación social. La propia política oficial privilegió a los asalariados formales, que en promedio cobran el doble que sus pares en negro, brecha que –no casualmente– se agrandó en los últimos años. El Gobierno distribuyó fondos “por arriba” de la pirámide, destinando recursos a trabajadores en blanco de ingresos medios altos, medios y medios bajos, con la esperanza de que derramaran –vía consumo o mayor actividad– al resto de la sociedad.
Un ejemplo, tal vez el más grosero: este año, el Estado dejará de recaudar $ 3.500 millones de pesos del Impuesto a las Ganancias por la eliminación de la tablita de Machinea, que beneficia a menos de 300 mil empleados con sueldos de bolsillo superiores a $ 7.000 pesos. (Es un cálculo conservador: días atrás, el titular de la AFIP me dijo que esa cifra de pérdida de recaudación era un piso).
Por tener una idea de magnitud, el único plan social “nuevo” de la era K, el plan Familias del Ministerio de Desarrollo Social –600 mil beneficiarios–, cuesta 2.400 millones de pesos. Al resto de los planes se dejó que los licuara la inflación. Allí fueron a parar una parte de los beneficiarios del Plan Jefes de Hogar, con el mismo haber de 150 pesos desde abril de 2002, y un presupuesto acotado a unos 1.200 millones de pesos. También se congeló el monto del seguro de desempleo, en 225 pesos desde 2006.
Otro ejemplo: las asignaciones familiares, que esta semana el Gobierno decidió aumentar, sólo están dirigidas a los incluidos del sistema: 4,5 millones de trabajadores registrados, con salarios de hasta 4.800 pesos. Antes del último anuncio, el costo anual de las asignaciones ascendía a 9.000 millones de pesos. En contraste, otros 4 millones de empleados en negro no perciben asignación por hijo alguna.
Otro más: desde que estalló la crisis internacional, el Gobierno priorizó las políticas destinadas a estimular el consumo de los sectores medios (créditos para la compra de 0 km, electrodomésticos, paquetes turísticos, etc), de nuevo, con la expectativa de que la prosperidad goteara sobre los excluidos. Recién después de las elecciones del 28 de junio se anunció el plan social con trabajo en cooperativas, que apunta a la creación de 100.000 puestos de trabajo, con una partida de $ 1500 millones en 2010.
¿Universal o focalizado? Según un estudio de Claudio Lozano y Tomás Raffo, “Geografía de infantilización de la pobreza, IDEF-CTA, diciembre 2008, viven en el país 13,3 millones de menores de 18 años. De ellos, 6,3 millones (el 47%) son pobres, de los cuales 3,1 millones son indigentes. Todos los datos son estimados, porque el INDEC oculta, desde principios de 2007, la base de datos de la Encuesta Permanente de Hogares, insumo esencial de cualquier política social. Por su parte, Cristina Fernández admitió que hay “2.808.713 menores de 18 años” sin ninguna cobertura estatal.
A la luz de los datos anteriores, es evidente que el plan de crear 100.000 puestos de trabajo vía cooperativas en el GBA no aspira a resolver sino un mínima fracción del drama. Las disputas de las últimas semanas por el control del programa, además, ratifican la vigencia de las peores prácticas del clientelismo: Kirchner privilegió en el reparto a los intendentes del PJ, que arman cooperativas ad hoc y fijan los cupos con el dedo de los punteros, mientras las organizaciones sociales denuncian haber sido relegadas.
El oficialismo, la oposición y la Iglesia empezaron a discutir en los últimos días cuál debe ser la población objetivo de un subsidio a la niñez. El kirchnerismo hace cálculos sobre los casi 3 millones de menores sin asistencia estatal. La Iglesia sugiere reasignar todos los programas sociales y concentrar los fondos –a razón de 180 por hijo vía tarjeta de la ANSES– en los 6 millones de chicos pobres. Los que defienden un subsidio universal –desde la CTA a la Coalición Cívica– proponen reformular el sistema de asignaciones familiares para la totalidad de los menores, con el propósito de acabar con el clientelismo en la adjudicación.
Por caminos diferentes, Ernesto Kritz, del SEL, y el diputado Claudio Lozano, en un dictamen en minoría sobre el Presupuesto 2010, aportan argumentos muy interesantes a favor de la universalización. Y dejan en evidencia la regresividad del actual reparto estatal: las familias pobres son las de más hijos a cargo, pero también son las que menos ayuda por hijo reciben.
Kritz revela que la mitad de los niños del 30% más pobre de la población (el 80% menores de 14 años) no cobra ninguna subvención. En cambio, sólo el 3% de de los hijos de las familias de mayores ingresos (el 10% mas “rico”) se encuentra desprovisto de beneficio estatal. En este segmento, casi todos los hijos están alcanzados por asignaciones familiares y, fundamentalmente, por la deducción de carga de familia en el Impuesto a las Ganancias ($ 5.000 por año por hijo).
La segunda injusticia se refiere al monto de la asistencia pública: por ejemplo, quien gana más de 5.500 pesos mensuales, si es casado, embolsa una asignación implícita por hijo de $ 146 mensuales por la deducción en el Impuesto a las Ganancias. Los asalariados registrados (hasta 2.400 mensuales) perciben 135 por hijo ($ 180 con el aumento). En tanto, “la mayoría de los menores cuyos padres transitan la precariedad laboral no son beneficiarios de ninguna asistencia, salvo que accedan algún plan”, como el Familias, que transfieren entre 50 y 90 pesos por hijo.
“El régimen de asignaciones familiares, en un mercado laboral en que prevalece el empleo no registrado, es actualmente incapaz de otorgar alguna ayuda monetaria a por lo menos el 70% de los menores, de los cuales la gran mayoría vive en hogares pobres”, dice Lozano. “Las transferencias desde el Estado hacia los menores (vía asignaciones familiares o desgravaciones impositivas) no tienen el efecto redistributivo esperado, al contrario, hoy acentúan la desigualdad”, agrega Kritz.
La propuesta de “universalizar” el subsidio a la niñez suele ser denostada a izquierda y derecha del arco político con el argumento de que se derrocharían recursos, porque cobrarían la ayuda estatal los hijos de familias de clase media o media alta. Los estudios de Lozano y Kritz demuestran que hoy, justamente, son los principales beneficiados por el Estado mientras quedan marginados quienes más los necesitan, los chicos en hogares pobres. Al revés de lo que indica el sentido común.
Luces y sombras del nuevo plan social
Maximiliano Montenegro 31.10.2009
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Según la CTA, 47% de los menores de 18 años son pobres: 6,3 millones de chicos; la mitad, indigente. Tres millones no reciben ninguna cobertura estatal.
El Estado reparte dinero a casi la totalidad de los hijos de los asalariados formales (vía asignaciones familiares o deducciones en el impuesto a las Ganancias a los que ganan más de 4.800 pesos). Y deja a la intemperie a uno de cada dos niños en los hogares del 30% más pobre de la población.
Tras seis años de crecimiento a tasas chinas, los niveles de pobreza y desigualdad son aún superiores a los de la década menemista. Hay más de 4 millones de trabajadores no registrados, casi el 40% de los asalariados. La economía empezó a recuperarse, pero persisten las causas del deterioro social desde 2007: inflación elevada y menor creación de puestos de trabajo, con bajas remuneraciones en el sector informal.
El anuncio oficial de extender una asignación por hijo de 180 pesos a los desocupados y a los trabajadores en negro es un paso trascendente para encarar la emergencia social. Después podrá –y deberá– discutirse el rumbo del actual “modelo productivo”, que no logró torcer la tendencia constante a la pauperización y la precarización laboral, iniciada durante la última dictadura y consolidada en los noventa.
Los proyectos de la oposición –desde la CTA a la Coalición Cívica– buscaban universalizar un subsidio a la niñez para todos los menores de 18 años, reformulando todo el sistema de asignaciones familiares para los asalariados registrados y el esquema de deducciones por hijo del impuesto a las Ganancias.
El Gobierno optó por una vía más rápida, dirigiendo el subsidio a los hijos de desocupados o trabajadores informales, los excluidos del sistema. Paradójicamente, la propuesta es coincidente con la de Unión-PRO.
La clave. Para saber si la flamante asignación por hijo tiene, a diferencia de otros planes sociales, un carácter amplio, alcanzando al universo de excluidos, la clave estará en la implementación. El titular de la ANSES, Diego Bossio, con muy buena predisposición, respondió ayer a las consultas de este diario sobre los puntos del decreto que parecieran restringir el acceso a los más necesitados. Por ejemplo:
• Se dice que quedan excluidos del beneficio los trabajadores informales que perciban una remuneración “superior al salario mínimo” (desde enero en 1.500 pesos). El requisito despertó la duda de si el Gobierno había adoptado el proyecto del diputado Héctor Recalde, según el cual el trabajador en negro debía declarar ante la ANSES su lugar de trabajo y sueldo, para que luego el organismo denunciara al empleador. Si fuera el caso, por razones obvias, pocos trabajadores informales pedirían el beneficio. “El trabajador no debe informar su lugar de trabajo, sólo una declaración jurada de que gana menos de 1.500 pesos”, dijo Bossio. El funcionario aclaró que el Estado quería guardarse un instrumento legal para anular el beneficio en caso de que se detectara que lo cobran trabajadores en negro de altos ingresos.
• Los monotributistas o las empleadas domésticas en blanco no cobran asignaciones por hijo, y tampoco están contemplados en el decreto. Hay 900 mil monotributistas y casi un millón de empleadas domésticas. Bossio reconoció esa situación y dijo que el criterio en la reglamentación será incluirlos, en el caso del monotributo, al menos los de las categorías más bajas.
• También puede resultar excluyente el requisito del certificado de escolaridad, cuando la tasa de deserción en el secundario en los estratos pobres supera el 50%. El titular de la ANSES respondió que se busca incentivar la escolarización, y que se coordinará un plan en tal sentido con el Ministerio de Educación.
A partir de diciembre empezarán a verse los resultados.
Redistribuir. Desde lo conceptual, hay dos objeciones al anuncio oficial, que tal vez puedan ser subsanadas en el futuro.
Primero, si lo que se pretende institucionalizar es un derecho de los niños de los marginados del mercado laboral entonces el mejor instrumento sería una ley, como la Ley de Asignaciones Familiares beneficia a los hijos de los empleados registrados. Después sí los montos podrían ser modificados por decreto, de nuevo, como sucede con las asignaciones. Marcaría el compromiso de toda la dirigencia política –aún después de 2011– por consagrar ese derecho. Si en los próximos años –ojalá– se redujera drásticamente el empleo en negro y/o la desocupación, entonces menos cobrarían esta nueva asignación de la ANSES y más la asignación familiar tradicional. Pero marginados e incluidos gozarían efectivamente del mismo derecho.
En segundo lugar, la fuente de financiación del esquema (que en el cálculo oficial costaría unos $ 10.000 millones anuales, de incorporarse casi 5 millones de beneficiarios) abre interrogantes. Por los siguientes motivos:
1) A corto plazo (¿hasta 2011?) la medida es virtuosa, porque los sectores beneficiados tienen nula capacidad de ahorro y consumirán toda la ayuda estatal, afianzando a su vez la salida de la recesión.
Sin embargo, no está claro que sea sostenible en el mediano plazo. La ANSES tendrá este año un superávit operativo de $ 4.200 millones de pesos, sin contabilizar –como evalúan por estos días en el organismo– un “incentivo de final de año” para los jubilados. El decreto 1602 establece que el subsidio a la niñez se financiará con la renta del Fondo de Garantía de Sustentabilidad de las Jubilaciones –los aportes acumulados en las ex AFJP–, que hoy asciende a $ 134.600 millones, el 60% “invertido” en títulos públicos. Según cálculos oficiales, el año próximo, esa ganancia financiera sería de casi $ 13.400 millones.
En los últimos años se amplió el universo de jubilados –con la moratoria previsional para 1,8 millones de personas–, a la vez que se aprobó recientemente la ley de movilidad previsional. Es probable que el Fondo de Garantía deba atender, en pocos años más, el pago de esos derechos y/o la reapertura de la moratoria previsional, de persistir los actuales niveles de empleo en negro.
Además, la ANSES no contabiliza, por ahora, las deudas con los propios jubilados, que tarde o temprano deberá afrontar. Si se generalizan los juicios por la incorrecta liquidación de haberes desde la devaluación –tras el fallo de la Corte en el caso Badaro– el organismo deberá pagar más de $ 9.000 millones de pesos.
La otra gran deuda se refleja en la propia escala de haberes: más del 80% de los jubilados cobran hoy la mínima, 827 pesos, la mitad de la línea de pobreza.
2) Se perdió la oportunidad de avanzar en una tributación progresiva, punto en el que había coincidencias a izquierda y derecha. Es difícil escindir la progresividad de un gasto de su fuente de recursos, cuando aflora la tensión en la “redistribución” entre asalariados informales pobres y jubilados pobres que cobran la mínima.
Amado Boudou dice que no es el momento para avanzar con la eliminación de las exenciones a la renta financiera y las ganancias de capital, cuando al mismo tiempo se propone la reapertura del canje de deuda a los holdouts por más de u$s 20.000 millones y se recuperan lentamente los depósitos en los bancos.
Es discutible. Se podría empezar, por etapas, con las ganancias de capital a la compraventa de títulos, acciones y operaciones inmobiliarias. Después gravar la renta financiera sobre títulos públicos (el grueso de la base imponible), que garantizan rendimientos de dos dígitos en dólares en un mundo en que las tasas tienden a cero. Y dejar exentos –por ahora– a los intereses de plazos fijos para ahuyentar fantasmas sobre los bancos.
Sea como fuere, es absurdo que el Gobierno desacredite la potencia de esos impuestos con el argumento del lobby de banqueros con llegada a Olivos. “La estimación de lo que se iba a recaudar por el impuesto a los títulos y acciones en algunos casos no llegaba a 50 millones de pesos. Y en el caso de los plazos fijos era de 441 millones”, afirmó Cristina, durante la presentación del plan.
Esos números contradicen el cálculo que funcionarios del Ministerio de Economía dejaron por escrito en el mensaje de Presupuesto 2010, firmado por el propio Boudou. En la página 38 del mensaje, en el capítulo “Gastos Tributarios” (lo que pierde de recaudar el Estado por exenciones impositivas y regímenes promocionales) se estima que por la exención de Ganancias sobre “intereses de títulos públicos” el Estado resignará el año próximo 3.730,5 millones de pesos. Mientras que por la exención sobre “intereses de depósitos en entidades financieras y obligaciones negociables” cederá recaudación por 990 millones de pesos. En cuanto a las “ganancias obtenidas por personas físicas provenientes de compraventa de acciones y demás títulos valores” no hay cálculo: “sin dato”, dice el Presupuesto.
Sin embargo, en las cuentas de excelentes profesionales del Banco Central, eliminar la exención a todas las ganancias de capital –incluida la compraventa inmobiliaria de personas físicas, como en Estados Unidos– reportaría $ 5.800 millones con la alícuota máxima de Ganancias (35%), y 2.500 millones con una tasa reducida del 15%, como en Brasil.
Si se pretende alentar una cultura fiscal progresiva, es inadmisible que Argentina sea un paraíso de privilegios impositivos, no sólo comparado con Estados Unidos sino también con la mayoría de los países de la región. Brasil, Chile, Colombia, México, Paraguay y hasta Uruguay gravan hoy con distintas alícuotas los intereses y las ganancias de capital. Bolivia sólo la renta financiera (ver La tributación directa en América Latina: equidad y desafíos, Cetrángolo y Gómez Sabaini, Cepal, 2008). En fin, la revolución K es un sueño eterno.
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