jueves, 11 de febrero de 2010

Artículo de Martín Caparrós publicado en el diario Crítica de la Argentina días después de la cirugía de urgencia de Kirchner

El bronce o la plata

Por Martín Caparrós
11.02.2010

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    Fue un momento de vértigo. Seguramente nadie va a decirlo, pero, por unos minutos, todos los políticos y empresarios y periodistas y tururús de la Argentina se preguntaron qué podría pasar si. Este domingo, seis, siete de la tarde, los minutos del vértigo. Las noticias bajaban turbias, embarradas: las teles y las radios y las páginas web sólo decían que el presidento había sido internado para una operación de urgencia, y alguno incluso hablaba de un accidente cerebrovascular, de esos que dejan huellas imborrables. Vértigo, unos minutos: miles y miles preguntándose cómo sería el país, qué pasaría con la Argentina si. Vértigo: en la ciudad, miles de mentes calculando febriles, imaginando escenarios impensados, haciendo cuentas en pesos dólares votos toneladas puntos de aprobación en las encuestas. Un momento urgente, extraordinario: siempre me han impresionado esos chispazos de sociedad que se producen cuando muchos piensan en lo mismo al mismo tiempo. Miles de mentes al unísono preguntándose con interés, con miedo, con fruición, qué podría pasar si: pensaban en los efectos de una muerte.

    (De formas muy distintas: no todos con la misma intensidad que esos lectores de La Nación, por ejemplo, que, en lugar de preguntas y cálculos, enarbolaron el gorilismo más ardiente y se lanzaron a dejar mensajes en su página web rogando que muriera, que estallara, que crepara como el sapo emblemático o “por lo menos –decía uno– que quede cuadripléjico”. Su diario, en un alarde de reflejos y rapidez editorial, decidió bajarlos cuando ya había más de dos mil –2.000– banderitas del odio flameando en su ciberespacio. Tanto odio: interesante, didáctico ver las huellas del odio.)

    –Pero dicen que estuvo ahí nomás.

    –Sí, qué suerte tuvo.

    –¿Suerte?

    Las distancias entre la vida y la muerte son muy cortas: un paso en falso, una ventana que se cae, una ambulancia que llega un poco tarde, un ladrón que se pasó de merca, un bombón que se pasó de merca, un coágulo que mide un micrón más, un médico que estudió mal esa bolilla, una cabezadita en el volante, células desmadradas. A veces –tantas veces– esa distancia es puro azar: nada que nadie pueda controlar. A veces –otras tantas– que esa distancia se mantenga depende del poder.

    El poder es –entre otras cosas, por encima de todas las cosas– poder de vivir más, de poder vivir más. Hay estadísticas que lo dicen muy claro: un habitante medio de la ciudad de Buenos Aires espera durar hasta los 76 años; uno del Chaco, hasta los 69. Por cada bebé porteño que se muere antes de llegar al año, mueren tres formoseños. Pero son cifras casi superfluas, perogrullas: cualquiera sabe que un enfermo tratado en una buena clínica tiene muchas más posibilidades de sobreponerse a su enfermedad que el mismo enfermo haciendo colas, mendigando remedios, causando menos interés, sufriendo las diversas privaciones de un hospital público. En pocos campos es más brutal la fuerza de la plata que cuando compra vida, bajo su forma de cuidados médicos. El presidento tiene plata y tiene, por supuesto, otros poderes que le permiten cuidar su vida todo lo posible. Por eso, lógicamente, el domingo pasado, cuando tuvo miedo, se hizo atender en una clínica. Es lógico, en el país que hizo, que así lo hiciera; es, para la mayoría, normal que así lo haga: la diferencia más terrible está, como ahora dicen, naturalizada.

    Pero después, ya pasado el primer sobresalto, alguien habrá pensado que no iba a quedar bien, y quisieron reparar el asunto y, de paso, llevar agua para su molino: hacer política, pero son tan torpes. Entonces salió un doctor Spaccavento, ex director del hospital porteño público Argerich, a decir que Kirchner había querido atenderse en el citado nosocomio, pero que él se lo había desaconsejado porque “le faltan insumos y medicación”.

    –Grande, Cacho, matamos dos pájaros de un tiro: explicamos por qué el Hombre se fue a hacer curar a esa clínica y, de paso, le tiramos en las patas a Mauricio.

    –Totalmente, Beto, petaculá.

    Habrán pensado, sin pensar que el argumento es levemente inverosímil: si el problema del Argerich es que no tiene insumos y remedios para sus pacientes habituales, qué les impedía llevarlos en una canastita para que los usaran los médicos del presidento carotidolorido. Eran paparruchadas, intentos malparidos. Hace un año propuse que los altos funcionarios tuvieran que mandar a sus hijos a las escuelas públicas; el párrafo puede reproducirse en este caso con cambios muy menores: “La salud pública servía para equilibrar, para integrar, para ‘redistribuir’ –y para producir un país con mejores posibilidades en todos los terrenos. Ahora parece como si no importara. Y, de hecho, no les importa a los que manejan el Estado: hace mucho que se atienden en clínicas privadas. Es una característica de muchos Estados actuales –sus dirigentes no se incluyen en ellos, no usan sus escuelas y hospitales, no le pagan impuestos, no respetan sus leyes– y es curiosa: ¿quién se imagina al gerente de la cocacola pidiéndose una pepsi?

    “Así que tengo una propuesta populista para encarar la cuestión sanitaria. Es una ley que habría que votar cuanto antes: ‘Queridos gobernantes, no todo pueden ser alegrías, ganancias extraordinarias, honores merecidos, gratitud popular. Los cargos deben tener alguna carga. Y ésta será modesta pero inflexible: se ordena, so pena de prisión y pedorreta pública, que todos los funcionarios del Estado –de un nivel equis para arriba– se atiendan, sin excepción, en el hospital estatal más cercano’. Es posible que, entonces, la salud pública mejore seriamente”. O que, de una vez por todas, nadie quiera trabajar en el Estado.

    –¿A usted le parece? ¿Una especie de que se vayan todos?

    –Sí, que se vayan todos a la Suizo-Argentina.

    Es una posibilidad, pero lo que más me interesa hoy es una pregunta. Suponemos que es cierto aquello de que la cercanía de la muerte enseña cosas. Queremos creer que sí: que algo tan angustioso como el roce debería tener alguna compensación, servir –al menos– para algo: enseñar, dejar una lección, ofrecer incluso unas respuestas nuevas. Que alguien que se roza con la muerte reflexiona sobre lo que viene haciendo con su vida, la repiensa. Si así fuera, quizá, si fuera así, el señor presidento se haría preguntas que, imagino, no serían la mía. O quizá sí.

    La mía es insistente: ¿por qué hacen lo que hacen? Nunca pude entenderlos. No los entiendo, insisto en no entenderlos, y los desentendí de nuevo en estos días: en este caso, al presidento. Antes de enfermarse, de rozarse y salvarse, lo acusaron de usar información privilegiada para hacer una diferencia con el cambio. Yo lo acusaría de no usarla; usarla para ganarse unos pesitos es despilfarrarla, reventarla, cuando lo hace un señor que debería gobernar, legislar, pensar futuros. Por eso, otra vez, mi duda recurrente: ¿cómo es posible que un señor que está manejando un país, que se está jugando su lugar en la historia, su foto en los manuales, el dibujo de su cara en los billetes, pueda ponerse a pensar en cambiar dólares para hacerse unos mangos, en comprar unas acciones de un hotel, en agregar algún millón a sus millones? ¿No le dan más ganas de ser San Martín que Moneta, Guelar, Madoff? Y no es el único: suelen ser así. ¿Por qué, cuando ya tienen todo lo que alguien puede tener, no trabajan para el bronce en lugar de trabajar para la plata, para el millón más, para la partezuela de poder, para la revanchita?

    No lo entiendo, ni sé cómo explicarlo: ¿falta de ambición verdadera, inteligencia breve, cortedad de miras? ¿Incapacidad ideológica de pensar más que en el presente, más que en la pequeña salvación individual? ¿Algo en lo cotidiano del poder que les impide planificar diez años más allá, cinco semanas más allá? ¿Omnipotencia tonta y pura? La cuestión no es menor: sigo creyendo que se necesitan dirigentes que piensen en el bronce para que esto, eventualmente, empiece a funcionar. Que deseen antes que nada el bronce: que sean capaces de imaginar a veinte, cuarenta, cien años vista; sólo así pueden pensarse en los manuales; sólo así pueden pensar en un proyecto de país. Es, como decía mi profesor de matemáticas, condición necesaria pero no suficiente. O sea: un modo de empezar a hablar. Ahora, quién sabe, tras haberse rozado con la muerte…

    (PD: Hace un par de días, el diario La Nación publicó fragmentos de una entrevista que me hicieron. Quería aprovechar el privilegio –que muchos no tienen– de este espacio para aclarar que rebosa de errores e inexactitudes. Nunca estuve “en contra del matrimonio gay”, como expliqué, con matices diversos, en estas mismas páginas hace pocas semanas; nunca me “definí como progresista”, filiación que he criticado muchas veces; nunca dije que no quería hablar más de los setenta “porque hay un uso de la jerga de los derechos humanos impulsado por el kirchnerismo que me parece deleznable” –por la simple razón de que lo dije muchos años antes de que existiera el kirchnerismo. Y así de seguido: el resto de lo que dicen que digo está tan “sintetizado” –tan simplificado– que termina siendo completamente distinto de lo que quise decir. Una pena.)

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